Por Ankhef Troodont
Para Ann
—Estimado, le juro de sobra que este hocico no sabe de mentiras —dijo Zorro, mientras se golpeaba la punta de la nariz y se sentaba de piernas cruzadas.
Lobo asintió con la cabeza y se acomodó con el rabo ligeramente gacho. Hizo un gesto con las orejas,quizás provocado por la música jazz de fondo o por estar escuchando a Zorro.
La mesera, una coneja con camisa gris y orejas peinadas, se acercó diligente a atenderlos. De fondo,un zapallo con esmoquin tocaba el piano, increíblemente dorado y reluciente. Había humo en el ambiente, subía en formas de culebra hasta esparcirse por el negro techo, a veces parecía bailar al son del piano.
—Bienvenidos, caballeros ¿Qué les apetece hoy? —dijo la coneja, mostrando una dentadura impecable.
—Buenas tardes, hoy deme soda, por favor.
—Ah, Lobo, en serio que te sobra eso que llamas colmillos. A mí tráigame una copa del mejor ron —indicó Zorro, acomodándose una opaca corbata. Solía pedir todos los tragos en copa, quizás para parecer único, quizás porque odiaba los vasos.
La coneja hizo una pequeña reverencia y fue hacia la barra. Lobo miró fijamente a su amigo e hizo nuevamente otro gesto con las orejas.
—¿Entonces?
—Como decía, te juro que todo esto es verdad, de la más pura que pueda haber. Ya sabes que llevo meses frecuentando La Zorra Dorada. Oh, amigo, no sabes lo que te pierdes estando casado, bueno, probablemente lo sabes, pero te haces el pavo. El tema es que…
—Siento interrumpir, aquí tienen su orden. Soda —dijo la coneja, inclinándose hacia Lobo—. Y la copa que usted pidió. Estaré atenta. Disfruten —y tan rápido como llegó, se fue.
—Sabía que esta coneja era nueva, mira, no me trajo la de siempre, bueno, como sea, prosigo. El tema, esto pasó hace una semana, dos días y cinco horas, ya sabes que no miento. Oh, amigo, estaba viendo el show de las gatas siamesas, cuando de pronto la música cambió. Se abrieron las cortinas del fondo de la pasarela y no lo vas a creer ¡Apareció!
—La leyenda, ¿no? —dijo Lobo metiendo la lengua despacio dentro del vaso burbujeante. Zorro lo miró con los ojos abiertos como plato, de esos que suelen usar los zorritos para no manchar alrededor.
—Sí, sí ¡Sí! La mismísima Zorra apareció. Todos sabemos que es una sorpresa verla. Hoy en día es más leyenda, como dices, que una realidad. Sabía que esta ropa me iba a traer la suerte que merezco —dijo, mientras besaba su desgastado vestón. Lobo lo veía siempre con la misma ropa, elegante pero desgastada. Se notaba el excesivo uso.
—¿Entonces? Creo que pediré otro vaso -y luego de haber dicho eso, Lobo tragó la soda de un gran sorbo y llamó a la coneja con un gesto lento. Apenas la vio aproximarse, Zorro hizo lo mismo con su copa. Repitieron el pedido, la mesera cogió el servicio y continuaron.
—Es casi indescriptible, mi estimado colmillos flojos. Es una escultura y cuando se mueve, nada más importa, oh, tiene más años que pelos en la cola, pero eso solo le confiere más misticismo. Todos estábamos ahí bajo su hechizo. Te lo juro, mi querido canino, si no fuera por este bellezón, no tendría idea de cuanto estuve observando —afirmó animoso, mientras mostraba su reloj, una imitación bastante convincente, aunque solo si se miraba de paso.
El zapallo pianista cambió de jazz a clásica, el ambiente se sentía algo más espeso y habían llegado otros animales. La atmósfera se volvió algo ajetreada entre conversas y más humo. El par de amigos casi no sintió a la coneja cuando volvió con el pedido. Ambos se miraron a los ojos, vieron alrededor y volvieron a lo suyo.
—¿Cómo decías…?
—Pues eso no es todo, continúo: Ahí estaba, no sé cómo ni cuándo, pero a menos de un metro de distancia de ella. Moriré sin olvidar su olor, no lo puedo ni describir, con eso digo todo. Recuerdo haber escrito mi dirección en el último billete grande que me quedaba y, pues, creo haber visto que lo recibió.
—¿Entonc…
—Recibí una carta. Oh, ayer, justamente ayer la recibí. Una caligrafía exquisita, y sentí que en cada letra estaba ese olor inexplicable. Mañana a las 11:59 debo estar con velas carmesí y bañado. Esto será histórico, mi comprometido amigo.
Dicho eso, no conversaron más. Lobo pidió la cuenta y Zorro fingió buscar algo en su billetera, como siempre. Lobo pagó con propina incluida, como siempre, y Zorro prometió invitar a la próxima.
Zorro vivía en una pequeña casa de esquina, de esas que parecen colgar entre un barrio y otro. Justo en la calle siguiente comenzaba el barrio industrial, siempre humeando y repleto de animales.
El reloj de plástico en el comedor marcaba las 11:58, la hora estaba llegando, el momento para el que Zorro, expectante, se había preparado. El pelaje le relucía y las velas iluminaban la casa completa. La puerta estaba junta y de pronto escuchó cómo se abría por completo. Entonces la vio. Ahí estaba, totalmente real, casi sacada de un cuento, pero de carne, hueso y pelos, La Zorra Dorada. El comedor era casi todo lo que había, por lo que daba la impresión de ser una minúscula pasarela, hecha para ese momento. Las paredes blancas y la luz roja de las velas hacían un juego de sombras muy variadas.
La Zorra Dorada avanzó lentamente hacia él, que estaba sentado en una pequeñísima cama. Con cada paso, Zorro sentía más nervios.
Estaba a 5 metros aproximadamente de ella, y empezaba a sentir una presión en el pecho.
4 metros. Latidos en sus orejas, las patas sudando frío. Comenzó a pensar que quizás no fue tan buena idea. Sintió algo de vergüenza. La Zorra Dorada contrastaba con toda la casa; el calzado de ella valía más que todas sus pertenencias.
3 metros. Se le erizaron los pelos. Comenzó a ver borroso. Definitivamente no fue una buena idea. Apretó sus patas muy fuerte, y sintió cómo las garras se le enterraban en la carne. Una sensación familiar, mil recuerdos de una dura infancia frustrante le golpeaban la mente. Nunca pudo dejar esa costumbre de apretarse con las garras.
2 metros. La sangre no era lo único que le corría por el cuerpo. Las lágrimas hicieron su visión más borrosa aún, comprendió entonces que estaba llorando. Se dio cuenta también que ya no veía a La Zorra. El piso de su casa no era más atractivo, pero no tenía fuerzas para levantar la vista. La sangre le manaba de las apretadas patas.
1 metro. El olor inexplicable. Ahora veía junto al piso un par tacones elegantes, familiares. La sangre corría, chorreaba por sus patas cada vez más tensas y las lágrimas reflejaban el rojo de las velas.
Un aliento tibio le sopló en las orejas: no se juega con fuego, zorrito pretencioso.
Lloró, tensó las patas aún más y siguió sollozando. No se dio cuenta en qué momento se había quedado solo. Solo quedaba el inexplicable olor de La Zorra Dorada. Lo sintió como un castigo, todo eso sí pasó, y eso lo frustró más. La sensación de ser patético lo estaba aplastando. Quizás porque nunca tuvo lo que mostraba, o quizás porque nunca mostró lo que realmente tenía. El zorro extrovertido, el simpático y gozador, el buen vividor… ¿Era todo una mentira?
El reloj de plástico fue implacable. Cuando Zorro lo miró, aquel no tuvo problemas en indicarle que eran las tres de la mañana. Se levantó pausadamente, y el movimiento le hizo despegar sus patas ensangrentadas. Algunas velas seguían prendidas. Caminó hasta su escritorio dejando huellas rojas y lágrimas. Sacó papel y pluma.
Su última carta parte con “Querido Lobo” y nadie sabe cómo sigue. Lobo la lee siempre en voz baja y cada vez menos seguido, nunca siquiera volvió a comentar algo sobre el tema. Lo que sí se sabe es que ese día Zorro desapareció. La única forma de revivirlo es releyendo este cuento.