Por Claudio Salas
Perdí la cuenta de los días que llevo encerrado en la casa. Cada jornada se ha transformado en una mezcolanza obsesiva entre teletrabajo, revisión de noticias (cualquiera, todas), películas y series, y los memes y cadenas interminables que caen en los grupos de whatsapp, hasta experimentar una sensación de desorientación, de entumecimiento. En uno de estos grupos, un buen amigo preguntó hace unos días, como si tal cosa, ¿y qué tal si el coronavirus es una reacción alérgica del planeta al exceso de humanos? ¿O una especie de castigo divino?, cerrando sus dudas con un emoticón que moría de la risa. En otras circunstancias hubiera olvidado rápidamente esa suerte de teoría conspirativa lanzada al tuntún, y habría vuelto a revisar internet, preocupado por si me perdí algo importante, decisivo, en los cinco minutos que desvié la vista de las noticias.
No tardé en relacionar las preguntas que hiciera mi colega con The Sixth Extinction, libro de investigación de la periodista estadounidense Elizabeth Kolbert que leí en el verano, sin prever cuarentenas en el horizonte. Como el título prefigura, su principal tesis sostiene que ya entramos en una nueva extinción masiva, la sexta luego de las cinco que ha conocido el planeta en «los últimos» quinientos millones de años.
A alguien le sonará una teoría exagerada, otra conspiración más. Pero de extraña no tiene nada. Todos ya hemos presenciado fragmentos, sinopsis de esta extinción: los charcos de la infancia que ya no están más; la casa en el campo donde cantaban ranas que ya nadie escucha; las machas que mi padre sacaba en San Sebastián apenas hundiendo el talón en la arena; las plantaciones en las afueras de Santiago, llenas de diversos tipos de aves, lugares hoy totalmente urbanizados. Lo verdaderamente sorprendente es que, a pesar de todos estos pequeños signos hayamos hecho poco o nada ante esta situación, salvo una especie de suspiro y pasar la página, torciendo la atención a la siguiente boludez que el celular pone delante de las narices.
El argumento central del libro de Kolbert puede resumirse así: Una combinación inusual tomó lugar en el tercer planeta del sistema solar; una especie ingeniosa, no particularmente robusta ni musculosa, se abrió camino cruzando los mares, adentrándose hasta la última frontera imaginable, y a su paso adecuando su entorno, arrasando bosques para alimentarse y destruyendo a criaturas diez, veinte veces su tamaño, mientras iba aumentando su población. Con sus desplazamientos trasladó organismos de un continente a otro, transformó la biósfera y las fuentes subterráneas de energía que fue descubriendo alteraron el clima y la composición química de la atmósfera y el océano. ¿Algo especial en esta combinación? Sí: ninguna criatura había alterado jamás la vida en el planeta de este modo.
Al humano le cuesta aceptar este tipo de acusaciones. Patea la pelota al córner y le echa la culpa al empedrado, una actitud que viene en su mismo ADN. De hecho, Kolbert plantea que el concepto extinción, hoy presente en el imaginario en forma de variados dinosaurios, comenzó a instalarse en los círculos científicos europeos recién hace un par de siglos. Costó décadas que se aceptara que una especie podía desaparecer, y los primeros en plantearlo fueron ridiculizados.
Kolbert ordena los capítulos del libro a través de algún ejemplo de desaparición ocurrida hace millones de años, o sucediendo ahora mismo, y viaja al lugar de los hechos para investigar in situ. Entre estas historias de extinciones o especies al borde vuelve a aparecer en mi radar la tragedia del great auk, o alca gigante, una especie de pingüino del hemisferio norte desaparecido a mediados del siglo XIX. Hace un tiempo leí los fantásticos cuentos que Jessie Greengrass reunió en su libro An Account of the Decline of the Great Auk, According to One Who Saw It, el primero de los cuales trata justamente de la desaparición del alca gigante, diezmada y extinguida por acción del hombre, siendo sus últimos ejemplares vistos en Eldey, un enorme roquerío islandés con forma de cubo. No sólo desaparecieron los miles de ejemplares que habitaban el Atlántico norte, sino que fueron masacrados y torturados por cada embarcación que pasaba por esas aguas, como si toda la locura acumulada durante meses sin tocar tierra fuera desatada contra estas pobres aves. No era suficiente abatirla para alimentarse, había que desplumarla y cocinarla viva, porque, según un relato de la época, sus aceitosos cuerpos producían una llama que paliaba la ausencia de madera de las islas que habitaban. No puedo evitar relacionar a sus verdugos con esa sarta de individuos que hoy se congregan en playas y lugares públicos sin importar el peligro con sus semejantes, que publican videos tosiendo en la cara de otras personas, los racistas en los estadios haciendo gestos de mono a los jugadores negros, a los que hablan de que faltó gente por matar el 73, y así.
Esta indiferencia es moneda corriente. Si miramos al cielo, la gran mayoría no sabe diferenciar un gorrión de una tórtola. Ni hablar de plantas o flores, tema para abuelas o biólogos. O los cerros que embellecen Santiago por todos lados. Nadie tiene idea de cómo se llaman. Eres raro, oí que le decían a alguien que explicaba embelesado las cimas de la ciudad, a quién se le ocurre saberse los nombres de los cerros. Es que nos da exactamente lo mismo, y esto siempre ha sido así, con o sin querer. El mito de los hombres de la antigüedad en perfecto equilibrio con la naturaleza, esa especie de fantasía avatar, es hasta cierto punto destruida por Kolbert. Según ella, se ha comprobado que, incluso aquellos que conscientemente consumían solo lo indispensable para comida y abrigo, llevaron de igual modo a la extinción a cientos de especies. Los descubrimientos y estudios van corroborando cada vez más que la relación entre la desaparición de la megafauna en los diversos continentes coincide inequívocamente con el arribo del homo sapiens. Incluso es bastante probable que el pobre Neanderthal, ese primo que habitó Europa y Asia central 40 mil años atrás, haya sufrido el mismo destino que el mastodonte, el delfín chino de agua dulce y el dodo ¿Entonces la revolución industrial, uno de los hitos que siempre se ponen como ejemplo del comienzo del descarrilamiento, no sería más que el resultado inevitable, el meter quinta velocidad en la trayectoria demente de nuestra especie? Es que, como dice uno de los científicos que van apareciendo en el libro de Kolbert, ciertamente hay que estar un poco chiflado para subirse a un bote y abrirse mar adentro al encuentro de lo desconocido, como lo hicieron nuestros antepasados miles de años atrás. Y si se acaba este planeta, ¿qué hacemos? Bueno, vamos por otro, parece ser el raciocinio último, como si de planetas desechables se tratara.
La Sexta Extinción despacha imágenes sorprendentes, bellas y atroces: las ranas doradas de Panamá muertas de ataques al corazón debido a un patógeno para el que no tienen defensa; la dificultad para preñar artificialmente a la hembra del rinoceronte de Java, dado que esta ovula al sentir la presencia de un macho en las cercanías, el cual no existe más; murciélagos muriendo de a cientos en una cueva norteamericana carcomidos por un hongo llegado de quién sabe dónde. Una suerte de “nueva Pangea” acelerada al transportar en bolsillos, mochilas o en forma de mascotas exóticas, sustancias, esporas y gérmenes que estuvieron separados por milenios.
Vistas a la distancia todas las creaciones de las que nos enorgullecemos, obras de arte, descubrimientos, ciencia, parecerán una broma, revelarán a un homo sapiens bipolar, capaz de albergar la belleza más sublime y los comportamientos más abyectos. Y esa suma, ni más ni menos, es lo que somos. Entonces, tal vez ya venga siendo hora de dar vuelta la página, desaparecer, y dejar que la vida, la que quede, siga su curso en el planeta. Feliz le cedería el planeta en bandeja a los hongos, por ejemplo, sobre todo después de ver el documental Fantastic Fungi. Creo que este extraordinario, notable organismo, debiese tomar el control (aunque es muy probable que ya lo tenga).
Hoy lo único claro parece ser que la supuesta «normalidad» que vivió nuestra generación se acabó. La crisis permanente ha llegado, y el 2020 nos ha hecho pegarnos un gran costalazo, probablemente el primero de muchos. Lo anterior no significa que no haya que seguir moviendo el culo, reciclar, tratar de reducir la huella de carbono y todo aquello. Hay que persistir, hay que creer en algo para seguir levantándose por las mañanas. Pero así pa callao, entre nos, la verdad es que no hay mucho donde aferrarse. Mareados en un sistema primitivo, básico, con progresos tecnológicos que avanzan a una rapidez mucho mayor de lo que nuestras limitadas conciencias lo hacen, con un hambre insaciable por consumir cada vez más, estamos yendo derecho al precipicio, y aun sabiéndolo, somos incapaces de escapar, y seguimos destruyendo todo a nuestro paso, hasta el final. Nada de lo que hayamos creado o inventado como especie se compara con este infame legado que dejaremos para quienes nos analicen en el futuro.