Por Claudio Salas
Capítulo 1
Debí haber sido el quinto en entrar a la que sería mi sala durante todo ese año académico 2012. Saludé con una sonrisa nerviosa a unas chicas y a un tipo enorme de largos y colorados bigotes, aros en ambas orejas y brazos tatuados, y busqué un asiento ni tan cerca ni tan lejos de ellos. Era una sala normal, no muy diferente de las que había en Chile, con estantes con puerta de vidrio dentro de los cuales había libros, papeles y carpetas, y unos gruesos tomos de la Encyclopedia Britannica. Claro que en lugar de esos incómodos asientos universitarios o de las típicas mesas dobles de colegio, los que llegaban se iban ubicando frente a una gran mesa cuadrada de caoba con quince asientos. Me senté junto a la única ventana de la sala, la cual daba hacia algún punto cardinal que en ese momento me era imposible identificar. De un vistazo distinguí unos techos húmedos y un gran edificio de ladrillos rojos, como los había en todo Sheffield. Una bandada de wood pigeons alzaba el vuelo y abajo, en la calle, algunos transeúntes apurados, y ocasionales buses de dos pisos, avanzaban en ambas direcciones.
Quedaban pocos minutos para las diez de la mañana, y como nadie hablaba, me puse a examinar a mis compañeras de curso. Las había de todo tipo: una que yo asumía era europea, aunque no tenía claro de qué país; otra con un velo que le tapaba el pelo, y una inesperada mayoría oriental. Luego de un rápido pero concienzudo análisis, giré la vista un poco decepcionado hacia los hombres. Además del gordo de bigotes cerraban el cuadro otro oriental y un tipo con chaqueta de terno y barba larga. Por lo visto íbamos a ser cuatro hombres y alrededor de diez mujeres.
El silencio nervioso no se rompía. Empecé a dibujar algo en el cuaderno, y por alguna razón recordé la canción “Little Lies”, de Fleetwood Mac. De pronto, el tipo de mostachos tosió esa tos universal que significa silencio en toda lengua del planeta.
—Buenos días a todos —comenzó sonriendo—. Mi nombre es Gary Pearce y, como director del master en políticas educativas de la Universidad de Sheffield, quisiera darles la bienvenida a esta primera sesión —fueron sus primeras y sorpresivas palabras. Sorpresivas porque yo lo había catalogado como compañero de curso. Un poco viejo quizás, cuarentón, calculé, pero compañero al fin y al cabo. Yo estaba acostumbrado a directores de carrera serios, de terno y corbata o al menos camisa, así es que no era una mala sorpresa tener un director de carrera con aros, tatuado, y con unos ojos que revelaban un evidente pasado (¿y presente?) marihuanero.
Gary Pearce pasaba a explicar la estructura del máster, sus tres módulos más la tesis, cuando la puerta a sus espaldas comenzó a abrirse lentamente. Una chica delgada, y a todas luces oriental también, atravesó el umbral con cara afligida. Llevaba puesto un gorro tipo Newsboy cap que le quedaba grande. El curso completo giró la cabeza hacia ella, y luego hacia el director, atentos a su reacción. Este no se inmutó, solo sonrió y amablemente le indicó un asiento junto a él. La chica se dirigió allí en puntas de pie, puso su mochila y un café Starbucks en la mesa. La miré un segundo y volví la vista hacia el director, quien siguió con la introducción al máster. Una vez que terminó nos pidió una breve presentación a cada uno, momento en que ocurrió algo inesperado: una chica china dijo llamarse Rachel, otra Liz, y la siguiente, Steffi.
—Lo que ocurre es que nuestros nombres reales son muy difíciles para ustedes —se adelantó el único chino del curso, ante algunas cejas que se levantaban—. A mí llámenme Oscar.
Me pareció atendible su lógica, sobre todo después de que Liz pidiera a algunos que repitiéramos su verdadero nombre, Xia He, provocando risas entre sus compatriotas. Eso de escoger un nombre occidental no parecía algo improvisado; tal vez eran aconsejadas así antes de abandonar su país. Imaginaba a esas nuevas compañeras revisando websites, buscando nombres occidentales y pidiendo la opinión de sus amigas o primas. Todas siguieron el mismo patrón, salvo la chica que entró de las últimas.
—Yo me llamo Liu Yang y no creo que mi nombre sea tan difícil de pronunciar —dijo con seguridad y una voz distinta de la que le oí cuando llegó.
Entonces al contingente chino, algo así como el sesenta por ciento del curso, se sumaba gente de Arabia Saudita, Taiwán, Rumania e Indonesia y Chile.
—Excelente, excelente. Ahora que ya nos conocemos un poco más, me gustaría que me hicieran las preguntas que gusten, antes de comenzar con el primer módulo, Tendencias mundiales en educación —dijo Gary y volvió a toser—. Además, tengan en cuenta siempre que no hay preguntas tontas, y recuerden que aquí no estamos en China, pueden hablar de lo que quieran.
Hubo cruces de miradas sorprendidas, otras parecieron no entender a qué se refería. Noté que Oscar sonreía nerviosamente mirando hacia abajo sin decir nada. A mí me pareció una frase coherente y sensata, después de todo China era una dictadura comunista, ¿no?
—Perdón, Gary, pero ¿a qué te refieres con que no se puede hablar en China?, allá cualquier persona puede hablar de lo que guste —dijo Liu Yang.
—Por supuesto, o sea, claro que sí —se atropelló Gary—. Aunque hay que reconocer que… —hizo una pausa—. Bueno, esas cosas las verán en detalle con Steven Jones, el profesor que tendrán en el tercer módulo, el de Pedagogía —cerró un tanto confundido.
Esta nueva intervención hizo que me fijara con mayor detención en Liu Yang. Se había sacado el gorro y su rostro se había transformado. Estaba con anteojos, el pelo tomado y un mechón le caía por un costado de la cara. Tenía pómulos grandes, los que armonizaban perfecto con sus ojos rasgados, conjunto que se complementaba con unos labios gruesos y sensuales. Y su inglés me sorprendió, era claramente superior al de sus compatriotas. Y al mío.
Durante las dos horas siguientes intenté poner atención a las palabras de bienvenida de Gary primero: evité mirar los papeles que nos habíamos pegado en el pecho con nuestros nombres, quería aprendérmelos de memoria, y opiné cuando creí que era pertinente hacerlo poniendo a prueba mi inglés básico. Pero lo cierto es que, desde la entrada a deshora de Liu Yang, y luego de escuchar sus intervenciones, ya no tuve ojos para nadie ni nada más. No sólo sus ojos, sus finos rasgos o cómo movía la mano al tomar nota en su cuaderno me desconcentraban. Mirarla me hizo recordar la leyenda familiar según la cual yo tenía antepasados chinos por vía materna. De chico había escuchado con asombro las historias que mi mamá me contaba, cómo habían escapado de una guerra atroz al otro lado del Pacífico, y había visto fotografías en las cuales se distinguía mi abuelo de pequeño, junto a familiares cuyos ojos, aparte de la perplejidad que causa estar en suelo ajeno, mostraban un indesmentible origen oriental. Y ahora tenía a Liu Yang, más ocho compañeras y un tipo que podría ser primo lejano, frente a mí.
Cuando la clase terminó todos comenzamos a ordenar nuestros pertrechos. Pensé en averiguar si alguien quería ir a algún lado, pero antes de que me decidiera casi todos se habían ido, Liu Yang, una de las primeras.
Bajé en el ascensor con Suhayb, el árabe, y cruzamos algunas palabras. Había venido con su familia y su esposa estaba a punto de dar a luz a su primer retoño. Una vez abajo, en la calle, luego de despedimos, cerré mi chaqueta y encendí un cigarro. Una fina llovizna mojaba el cemento, así es que decidí irme caminando al departamento. Me puse la capucha y comencé el trayecto mientras analizaba esa primera sesión. La clase había sido interesante, y a Gary le entendí todo. Pero más importante, ¿Dónde viviría Liu Yang? ¿Compartiría departamento con alguien? Apenas tenga la oportunidad —y el coraje— la invitaré a un café. O sea, claro que sí, sólo tenía que idear la estrategia. Esta vez no me atreví a hablarle directamente, pero tendría que hacerlo alguna vez. El año recién comenzaba.
Capítulo 2
El breve verano inglés, de manera casi imperceptible, iba tocando a su fin. La espesa garúa nocturna no secaba hasta bien entrado el día, y por las mañanas me demoraba en entrar en calor caminando hacia la Facultad. Incluso a la hora de almuerzo me ponía la chaqueta, y junto al sandwich que siempre pedía, me calentaba las manos un té con leche de John’s van, el carro que se instalaba en la zona universitaria. Con el vaso de cartón despidiendo vapor, partía hacia la biblioteca o a dar una vuelta por West Street. Echaba un vistazo en la tienda de Oxfam, y antes de cruzar la calle miraba a ambos lados, atento a los tranvías que avanzaban silenciosos, como enormes animales eléctricos domesticados y amarrados a los cables. Si me quedaba tiempo pasaba por Rare & Racy, disquería-librería cuya música extrañísima sonando a todo volumen y un sofocante olor a incienso me envolvían cada vez que cruzaba su umbral. ¿Le gustaría este lugar a Liu Yang? Algún día la traeré, recuerdo haber pensado. Porque en verdad debía hacer algo. Habían pasado casi dos meses desde el inicio de clases y mis contactos con Liu Yang se reducían casi a cero. Yo la observaba agazapado desde mi puesto esperando, implorando por su atención, lo que a todas luces era absurdo; los milagros no ocurren si no se les fuerza, aunque sea un poco.
La primera chispa saltó durante una clase en que debíamos hacer una presentación sobre experiencias educativas relevantes en nuestros países o continentes. Vi algunas interesantes propuestas pedagógicas. Otras personas ni siquiera entendieron lo que se había solicitado. Yo hablé de Paulo Freire y la pedagogía del oprimido, y Liu Yang mostró el desarrollo de una experiencia de inclusión educativa en alguna remota provincia china. Luego era el turno de Oscar, el que, por alguna razón, se demoraba en comenzar y buscaba desesperado algo en su bolso. Miré por la ventana con extrañeza: hacía media hora había sol, ahora había empezado a granizar.
—Gary, mi presentación está en un memory stick, pero no puedo encontrarlo —soltó Oscar atropelladamente, acomodándose sus anteojos—. Creo que tengo la presentación en mi email. Quizás, no sé, ¿podría usar tu laptop para buscarlo ahí? —dijo, inclinando la cabeza.
—Por supuesto que puedes. Ven aquí, yo te ayudo —respondió Gary, y con una gran sonrisa y sus ojos pardos más marihuaneados que nunca, movió su humanidad para darle espacio a Oscar, que sudaba como si hubiera estado frente al politburó norcoreano. Además, no era para tanto, sólo había olvidado su memory stick.
—¡Oscar olvidó su tarjeta de memoria! —solté sin pensar, como si fuera la gran broma, orgulloso del genial juego de palabras que acababa de crear. Pero rápido me di cuenta que mi frase no tenía ninguna gracia en ese contexto, menos para el mismo Oscar, que me dedicó una sonrisa asesina. Gary pronunció un incómodo, sí, así parece, y me pareció que Steffi movió la cabeza como asintiendo. Sin embargo, la broma terminó siendo un tiro de billar no planeado. Al recorrer la sala con la vista, me fijé en que una sonrisa de Mona Lisa comenzó a formarse lentamente en la boca de Liu Yang. En un principio intentó camuflarla poniéndose un lápiz en los dientes; sin embargo, un ligero movimiento de pecho y hombros dejaron al descubierto una contenida e indesmentible risa rápida, como un estornudo de gato. Luego de eso, levantó los ojos y me dirigió una mirada breve pero tan intensa, que juro que a través de ella vi imperios, flores de loto, películas, montañas, valles y criaturas de otras latitudes, su latitud.
***
Quizás notando la mezcla de timidez y frialdad entre gente de tan distinta procedencia, al final de esa clase Gary Pearce anunció que nos invitaría a almorzar el jueves siguiente a Nando’s. Yo nunca había oído de ese lugar, pero el resto sí lo conocía y la moción fue aceptada de buena gana. El día en cuestión fuimos apareciendo poco a poco en el hall del restaurant. No sabía cómo, pero tenía que quedar sentado junto a Liu Yang. Por eso apenas el mesero nos pidió que lo siguiéramos me puse en modo felino, a lo Bruce Lee, esquivando mesas, moviendo sillas, estudiando el movimiento del resto, apurándome, desacelerando, y dejando pasar a algunas compañeras y adelantando a otras. Cuando ya creía haberlo conseguido, Oscar giró sorpresivamente, obstaculizándome el paso. Esto no podía dejarlo pasar, así es que le propiné un leve pero efectivo empujón, cosa que lo paralizó de sorpresa, dándome el tiempo justo para sentarme en el bello y confortable sillón de cuero verde, junto a la también bella, Liu Yang.
Todos comenzaron a ordenar sus platos junto a jugos, tés y bebidas.
—¿Tú qué vas a tomar?, —me preguntó Liu Yang, mirando los bebestibles del menú que tenía en mis manos. Se acercó tanto que percibí un perfume tenue y extraño, que por algún motivo creí reconocer, aunque no sabía de cuándo ni dónde.
—Yo quiero una cerveza —dijo en voz baja poniendo cara de niña enojada.
—Ok, que sean dos —le dije al mesero.
Cuando los platos llegaron, todos se pusieron manos a la obra. Alguien le preguntó a Christine, una de las profesoras, qué estaba comiendo. Salmón con verduras, fue su respuesta, lo que dio pie para que Liu Yang comenzara a hablar. Y hablar, y hablar. Y al hacerlo se fue transformando. Puede ser que el tiempo deforme los recuerdos, pero diría que sus pupilas se habían dilatado, tornando sus ojos a un negro profundo, inquietante. Entre otras cosas, dijo que adoraba, más aún, reverenciaba los salmones.
—Sólo piensen que ellos son seres que vuelven a su origen, al lugar donde nacieron, sólo a morir, —continuó—. Juntan toda la fuerza que les queda, se niegan a tragar bocado alguno para ese postrer esfuerzo, y un impulso supremo los empuja a realizar este increíble viaje, el cual saben que será el último de sus vidas, dejándolo todo, evadiendo osos y otras bestias, nadando contra la corriente, empecinados en avanzar contra esas montañas de agua que se les vienen encima, y que terminan deformando sus rostros, piel, boca y ojos, transformándolos en monstruos acuáticos deformes y horrendos, luego de lo cual llegan, por fin, al punto de su nacimiento, donde desovan por última vez y, cumplida su misión, satisfechos, se dejan morir en paz.
Terminadas sus palabras, Liu Yang miró hacia abajo, agitada. Las compañeras que estaban cerca la habían escuchado con los ojos abiertos, sorprendidas, un poco asustadas incluso, pero tan atraídas como yo por Liu Yang.
Poco antes de que la comida terminara, fui al baño. Buscando el signo “Varones” o algo semejante, escuché una pegajosa canción que no conocía saliendo de los parlantes del restaurant. Saqué mi celular, activé shazam y leí: “I love the sound of breaking glass”, de Nick Lowe. Me arreglé el pelo y practiqué algunas poses frente al espejo al ritmo de la canción. Era el momento de avanzar las tropas.
En pocos minutos estaba en la puerta del restaurant con Liu Yang.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté.
—Irme a mi casa —dijo, aunque con un tono de duda en la voz—. Tengo que avanzar en el ensayo… y mañana trabajo temprano.
—Ah, cierto, en el call center. Había pensado que fuéramos, no sé, a otra parte.
—No, no creo -contestó—. Chao —dijo apurada y comenzó a caminar. Había avanzado tres pasos cuando se dio vuelta—. Pero seguro que la próxima salgo contigo —y cerró un ojo. Por alguna razón recordé cuando Candy se iba a comerciales. ¡Candy! Uuuuh. Imaginé a Liu Yang como Candy. Pero Candy era rubia. Y esos monos animados eran japoneses.
Capítulo 3
Nunca había pensado mucho en eso de mis ancestros chinos. Recuerdo de niño escuchar a los adultos hablar del tema los domingos en la mesa, mientras yo jugaba en el suelo con animales y soldaditos. Sentía aquellas historias como algo lejano, un aspecto peculiar de la familia al que nadie daba demasiada importancia. Sólo después comencé a relacionarlas con ser flaco, a pesar de comer como bestia. Sheffield fue el lugar donde algunas cosas comenzaron a encajar. De hecho, fueron las compañeras orientales quienes organizaron una comida en la casa de Steffi. La casa de Steffi quedaba en Hillfoot, a unos veinte minutos desde mi departamento, considerando caminata y tranvía. Y lo cierto es que la comida terminaría siendo una verdadera sorpresa. Las compañeras se esmeraron, y no paraban de producir maravillosos menjunjes desde la cocina. Tanta prodigalidad me impulsó a ofrecer ayuda, siendo conminado a pelar un ajo. Con él en las manos hice como tantas veces en Chile, piqué un diente y se lo entregué de vuelta a Steffi. Al hacerlo esta le dijo algo a Cindy, y pronto toda la comunidad china se desternillaba de la risa. Yo no entendía nada hasta que Liu Yang vino en mi ayuda: si en China te pedían picar un ajo se referían a la cabeza de ajo completa, me dijo con los ojos llorosos de risa. Oscar, pelotudo como siempre, no se rio porque estaba obsesionado con la comida, criticándola y dando órdenes, a pesar de no aportar en nada. “Estas patas de pollo están muy saladas, o falta más salsa de porotos picante”, decía en chino a sus compatriotas y luego me traducía. Yo cambié de tema, me impresionaba la cantidad de comida que iban repartiendo.
—¿Siempre comen tanto? —pregunté, provocando nuevas risotadas.
—Sí, en China comemos muchísimo —observación que me hizo sentir en familia, al contemplar al conjunto oriental en pleno, enjuto y menudo.
Abrí otra botella de vino, apareció una guitarra y me insistieron en que cantara algo en español —yo y mi bocota el primer día de clases, detalles como ese no se olvidan—, e improvisé una versión lenta de “Amar en el campo”, mirando a todos en general, pero a Liu Yang en particular, quien sonreía nerviosa, giraba la cabeza, comentaba algo con Cindy, sorbía de su copa, y luego volvía, siempre volvía a mirarme, y yo me sumergía en la negrura sin fondo de sus ojos mientras cantaba la canción.
La fiesta terminó y poco después Cindy, Oscar, Liu Yang y yo esperábamos el tranvía en Langsett. Oscar vomitó en el paradero y, avergonzado, detuvo a un taxi y desapareció. Steffi iba en la misma dirección y subió con él, dejándonos a Liu Yang y a mí bajo un poste de luz repasando la noche, muertos de frío.
El tranvía llegó y avanzamos por el vagón buscando un lugar vacío.
—Bueno, ahora te voy a cobrar la palabra —le dije cuando nos sentamos.
—¿Sobre qué? —sonrió maléficamente.
—Sobre invitarte a salir —respondí, y acordamos ir por un café en dos semanas.
Esa noche soñé con Liu Yang, sus enormes pupilas, y el encuentro en el café rodeados de mucha gente llorando de emoción y una especie de orquesta desafinada sonando de fondo. Luego caminábamos por una especie de cerro o bosque junto a un niño, quien nos miraba e intentaba seguirnos el paso.
***
La tarde del encuentro la vi afuera del Tamper Coffee esperándome bajo un paraguas. Al acercarme hizo una leve inclinación de cabeza y estiró un brazo para saludarme de mano. Sacudió el paraguas mientras yo afirmaba la puerta. Pedimos dos capuchinos y probamos en silencio la espuma del café a cucharadas. Sentados ahí parecíamos dos bichos extraños, minúsculos, sacados de los confines del planeta y puestos en medio de Sheffield, lugar que poquísimo antes yo jamás hubiera imaginado siquiera visitar. Desde nuestra posición en el café alcanzaba a ver la fortaleza medieval que aún rodeaba la ciudad, húmeda y tapizada de un musgo verde claro intenso producto de la inclemente lluvia que caía en ese preciso momento, y al otro día, y al siguiente, y así durante casi todo el año.
—Bueno, conozcámonos —dijo de pronto Liu Yang—. Yo primero —y sus pupilas se dilataron de inmediato. Dijo ser de Beijing, y hablar de su ciudad consiguió que sacara la voz como no lo había hecho en esos primeros diez minutos en el café. Además, sus palabras resonaban de una forma distinta a como lo hacían en clases, más íntima tal vez. Se explayó sobre la Gran Muralla china en Mutianyu, ruina que corre a través de montañas cubiertas de árboles de blancas flores que a lo lejos simulan nieve; luego habló del Yiheyguan o palacio de verano, lugar de descanso de los emperadores, una maravilla de lagos, puentes, jardines, pabellones, templos y corredores, y la bruma que al caer envuelve el entorno adquiriendo un halo atemporal; y por último, mencionó el distrito Dongcheng, donde relucen el Templo del Cielo y el Museo del Palacio en la Ciudad Prohibida. La ciudad prohibida. Su sola mención me hizo rememorar escenas de películas y la explanada de Tian An Men, donde aquella solitaria figura, premunida de algo en ambos brazos, ¿una bolsa?, ¿una mochila?, ¿su chaqueta?, se plantó frente a la hilera de tanques, como intentando detener a una fila de paquidermos viniéndosele encima.
—Puedes ir cuando quieras a Beijing —terminó Liu Yang, y me cerró un ojo. Pensaba en ello cuando quiso saber si yo era de Santiago—. ¿Es la capital de tu país, cierto?
—Sí.
—¿Y cómo es?
—Como cualquier otra ciudad —dije, mientras pensaba en alguna particularidad a la altura de lo que me acababa de lanzar sobre Beijing.
—Pero seguro debe tener algo especial —insistió Liu Yang.
Entonces tuve que concentrarme de veras.
—La Cordillera de Los Andes —contesté sin mucho énfasis.
—¿La cordillera?
—Sí, de Los Andes, y pasé a hablarle de su presencia y su calidad de GPS natural para todo santiaguino. Estaba en eso cuando de pronto la oí decir: “Ah, claro, ¡en Santiago están las pirámides!”. Creí entender mal esto último.
—Sí, las pirámides de Santiago, háblame de ellas, por favor —continuó.
Le pregunté que de dónde había sacado eso, que no era cierto.
—Cómo que no —respondió Liu Yang muy seria—. Una vez leí que en Santiago de Chile había pirámides —pronunció con una insistencia que me enfadaba y me causaba risa al mismo tiempo. Es más, dijo que lo recordaba perfectamente: las pirámides de Chile habían pertenecido a una antigua civilización que vivía en medio de la cordillera, la que sucumbió por motivos aún no aclarados, y cuyas ruinas fueron cubiertas por una selva impenetrable. Lo decía con tanta decisión que fui incapaz de contradecirla. Al escuchar sus palabras iba siguiendo sus ojos, los que se abrieron tanto que por un momento perdieron su cualidad rasgada, y vi cómo las fosas de sus narices se abrían y cerraban mientras me explicaba con lujo de detalles los sacrificios que allí se practicaban, las costumbres de la ciudad —¡mi propia ciudad!— y de sus habitantes.
A veces me pregunto en cuánto tiempo una ciudad como esta puede desaparecer. Ni en ese momento ni ahora sé cómo se puede responder a eso, así es que opté por seguir el lugar adonde se dirigían sus ojos: una gota que caía por la ventana se unía a otra también suspendida del vidrio y juntas, crecidas, descendían desapareciendo quién sabe dónde.
Capítulo 4
El invierno se había instalado en Inglaterra. Como un manto enorme y silencioso que avanzara imperturbable, el frío y la oscuridad se apoderaron de la isla. Apenas a las 4.30 pm, cuando finalizaba la última clase, se dejaba ver en la lejanía el último resplandor de un sol mortecino, y al llegar a mi departamento la noche ya campeaba a sus anchas, como cada año, como cada temporada, no había vuelta atrás.
El master también recorría de modo imperturbable su planificación. Después de Gary Pearce vino el segundo módulo, Currículum, Evaluación y Pedagogía, dictado por Katie Summers, una señora inglesa delgada y de pelo corto, como Mia Farrow en El bebé de Rosemary, educada y cordial, aunque con ese velo que instalan los ingleses para ahuyentar la cercanía excesiva, sureña y de mal gusto; y ahora entrábamos a Investigación en Educación, curso a cargo de Steven Jones, estadounidense de unos cuarenta y tantos, de ojos claros, pelo crespo con canas incipientes, y un rostro batracio, cercano a una rana o sapo. Su módulo avanzó de manera normal y sin contratiempos. El único «incidente» llamativo ocurrió una mañana en que Steven partió su clase diciendo que iba a desviarse de su propio esquema.
—Necesito que presten atención a las siguientes imágenes y que por favor lo hagan con una mirada crítica —solicitó, y pasó a mostrar mujeres con burkas y velos en algún lugar de Medio Oriente; el rumano Ceaucescu y su esposa recién fusilados; la postal clásica de Pinochet con lentes oscuros y mentón salido, ícono del dictador tercermundista bestial y simiesco; y luego aquella de los tanques en Tian An Men frente al señor y la bolsa, chaqueta o mochila, no sabemos, en las manos. En ese momento, algo ocurrió. Yo no escuché nada, pudo haber sido simplemente el cruce de piernas de alguien, quizás hubo un murmullo y una cabeza se movió contagiando al resto, o simplemente Steven orquestó todo aquel momento. Esto porque, sonriendo, giró su cabeza hacia la comunidad china y para mi sorpresa, las orientales más novatas parecían no tener la menor idea de qué era lo que les estaban mostrando. Se miraban con suspicacia, como si hubiera algún gato encerrado. Liu Yang permanecía agazapada, parecía disgustarle toda la escena. En ese momento líquido, o más bien nebuloso, impreciso, Oscar giró hacia sus congéneres y comenzó a hablarles en voz baja. Y aunque apenas se oía, y se entendía menos, su tono de voz sonaba áspero, y en la forma en que movía los brazos, había algo extraño, indefinible.
Por un momento, imaginé a Oscar no como el rechoncho compañero oriental un poco torpe, pero amable, sino que vi al soplón, al infiltrado destinado por el aparato estatal chino para velar en situaciones como esta, o tal vez haciéndole seguimiento a alguien. Pidió la palabra y al pasar al inglés los músculos de su cara se aflojaron. Incluso la acritud de su tono cambió, y con dulce voz se refirió a la imagen en el telón no como un hecho falso, sino como algo aislado, un suceso menor agigantado en Occidente pero que en verdad nunca tuvo tanta relevancia en China, menos aún en estos días, y al decir esto último miró a sus confundidas compañeras, el ejemplo perfecto para sus palabras. Como si hubiera decidido que era el momento de actuar, y ese solo deseo emitiera una radiación oculta, Liu Yang nos hizo girar, a todos, hacia ella.
—No estoy de acuerdo con Oscar —sentenció desde su puesto—. Este hecho sí fue un escándalo en mi país, y hasta hoy se recuerda como una fecha muy triste.
Steven Jones se cruzó de brazos satisfecho; Oscar seguía sonriendo, pero ahora su mirada no tenía expresión, y sus ojos parecían los de un animal hambriento.
—Aunque también debo decir que me molesta mucho que en Occidente critiquen a nuestro país tan livianamente -agregó Liu Yang, ahora mirando a Jones.
—Ok, pero convengamos en algo… —respondió éste con el rostro más colorado e hinchado de lo normal, como si su propia sonrisa le molestara y no pudiera quitársela—, China no es una democracia, hay cosas que…
—Pero Steven, tú mismo dijiste la semana pasada que América era una democracia imperfecta —contraatacó Liu Yang, ahora con las pupilas enormes y negras.
—Bueno, pero…
—A eso me refiero —cerró Liu Yang.
Steven no respondió y cambió la imagen que proyectaba la pantalla.
***
Ese mismo jueves habíamos acordado salir a comer en la tarde-noche. Yo pensé que se iba a hablar todo el rato del altercado, pero en medio de las hamburguesas y pizzas, Liz hizo una breve mención a lo ocurrido en la mañana, y Liu Yang se hizo la desentendida. A mí también me molesta esa actitud patronal de los gringos con el resto del mundo, aproveché de decir con mucho, muchísimo ímpetu, así es que salud por tu intervención, Liu Yang, y adelanté mi schop para brindar con ella, buscando su mirada. Chocó su vaso con el mío, pero mantuvo el silencio.
No pasó mucho y Yates, el restaurant donde estábamos, nos aburrió. El grupo reunido tomó dos caminos: tres integrantes se despidieron, y los cuatro o cinco que quedamos no sabíamos dónde continuar la noche. De súbito recordé que estábamos a pasos de Cubana, el restaurante con ambiente latino de Sheffield al que yo nunca iba. A Steffi, Rachel, Liu Yang y Liz les pareció buena idea ir, y me siguieron. Pasamos junto al City Hall, y cruzamos West Street atentos a dos inglesas borrachas que avanzaban sobre unos restos de nieve, con taco aguja y vestidos con lentejuelas de una pieza, tiritando de frío, gritándose cada tanto, y finalmente cayendo una de ellas al húmedo y semicongelado suelo.
Nada más abrir la puerta de Cubana fuimos recibidos por una ola de calor, cuerpos y “Make believe Mambo en los parlantes”. En la penumbra, y luego de encontrar mesa, las chicas se sentaron sin sacarse los abrigos, observando todo con ojos enormes. No pasó mucho y Liu Yang anunció algo a sus compañeras, se puso de pie y avanzó a la pista de baile moviendo los hombros. Al pasar a mi lado estiró un brazo hacia mí sin detenerse.
Nunca he bailado salsa. No sé bailar salsa. Pero no iba a dejar pasar de largo esa invitación, así es que me concentré en representar el papel de chico latino ideal. Liu Yang tenía su sonrisa de monalisa frente a mí, me miraba a los ojos, yo sentía su olor otra vez, el mismo que percibí en Nando’s meses atrás, y que yo reconocía no sabía de dónde, y acercaba su cuerpo al mío mucho más de lo que yo creía necesario en una salsa, aunque no frené su ímpetu en lo absoluto, y dejé que se hiciera la experta otra vez, como cuando me dio esa cátedra alucinante sobre Santiago de Chile, mi propia ciudad.
Una canción muy famosa en español comenzó a sonar; el coro me lo sabía así es que lo canté.
—¿Qué dice esa canción? —quiso saber de inmediato Liu Yang. Acerqué mi boca a su oído, y al tiempo que le explicaba su sentido, contemplé nuestros movimientos en un espejo: pasé por su espalda, llegué a su pelo, y al final, sus pupilas negras y enormes, me esperaban.
Capítulo 5
A diferencia de los módulos anteriores, Steven Jones nos entregó lecturas menos básicas para su curso. No eran complejísimas, pero demandaban más reflexión, y se veía a las claras que algunos íbamos a necesitar darles más de una vuelta. Suhayb propuso una sesión de estudio para intercambiar opiniones sobre lo leído, a la que me daba pereza ir… Hasta que me enteré que iba a ser en el departamento de Liu Yang.
Normalmente hubiera caminado los 25 minutos que, según Google Maps, separaban nuestras direcciones. Pero ese día amaneció tan helado que preferí entibiarme con la calefacción del bus. Me bajé frente al supermercado Tesco de West Street. La nieve había cesado de caer y hacía un frío terrible, aunque no estaba seguro si sentirían lo mismo los cuervos que picoteaban los restos de comida congelada que desbordaban un contenedor de basura junto al paradero.
Avancé con dificultad por la acera nevada hasta llegar al piso de Liu Yang, frente a Devonshire Green, ese parque en medio de la ciudad con cancha para skaters. Subí hasta el tercer piso, busqué el departamento y golpeé la puerta.
—Te demoraste, pensé que ya no venías —dijo mirándome a los ojos y en voz lo suficientemente baja para que la oyera solo yo.
Allí, junto a la puerta, agradecí la tibieza del apartamento. Sacándome botas, abrigo y guantes, analicé de un vistazo el lugar: ya había estado en estas versiones minúsculas de departamentos para estudiantes. Los mismos muebles de cocina, los mismos sillones y ese color deslavado en las paredes. Apenas dos ambientes, uno para la cocina y el living; en el otro, dormitorio y baño.
Tomando café, té y galletas, y mirando cada tanto por la ventana la caída de algunos copos solitarios, Steffi, Liz, Suhayb, Liu Yang y yo repasamos las lecturas por casi dos horas. Diría que fue una tarde productiva, contrasté algunos conceptos en los que tenía dudas y aclaré otros que mis compañeros no acababan de comprender. Uno por uno, todos se fueron retirando, y terminé siendo yo, sospechosamente, el último.
Desde el exterior se percibía algún auto ocasional, pero era el chocar de las tablas y las ruedas girando sobre el cemento del skatepark la banda sonora invariable del departamento.
—Debes estar loca con ese ruido todo el día —fue lo primero que dije cuando nos quedamos solos.
—No tanto. Yo creo que porque ya me acostumbré —contestó Liu Yang, ordenando lo que había quedado en la mesa de centro—. A veces imagino al ruido como una masa que pudiera tocar con las manos —cerró misteriosamente.
Justo en ese momento, como si hubiera estado planificado, los saltos se detuvieron, las ruedas cesaron de girar, y comenzó a cernirse sobre nosotros un peligroso manto de silencio que amenazaba cubrirlo todo.
—¿Puedo usar el baño? —apelé de pronto para quebrar el hielo, a lo que Liu Yang respondió que obvio, mientras terminaba de recoger las sobras de la mesa.
Parado frente al inodoro observé la cortina de la ducha y la alfombra de tres colores en el suelo. Paseé la vista por la repisa, y reparé en cremas y jabones con caracteres chinos. Frente al lavamanos, di cara al inevitable espejo: el momento había llegado, debía intentar una jugada de algún tipo, cualquiera. Me di ánimo, cerré los ojos y respiré hondo. Sabía que si de no hacer algo rápido los nervios me traicionarían. Descarté sandeces como, bueno, estos meses han sido muy especiales para mí, o, no sé bien por dónde empezar, pero tengo algo que decirte. El tanque del excusado, ahora lleno, dejó de sonar: no tenía nada más que hacer en ese baño. Giré para salir sin claridad de cómo proceder. Sin embargo, no tuve tiempo para hilar una frase o ponerme nervioso: al abrir la puerta encontré a Liu Yang esperando que saliera, mirándome con las pupilas dilatadas y una respiración feroz que su pecho y nariz delataban. De un solo tirón, con una fuerza insospechada, me empujó a la cama.
***
Hay distintas formas de recordar ciertos hechos y situaciones. A veces se rememoran palabras, gestos o movimientos. Si ya su inglés era superior al mío, en las artes amatorias me mostró códigos secretos, inexplorados, versiones mejoradas de todo lo que yo conocía y utilizaba de modo rudimentario. Mis procedimientos eran bastante obvios; los suyos se constituían de toques sutiles, en otro contexto absurdos, en este haciendo total sentido. Dos cosas me sorprendieron esa primera vez. Primero, que no nos hubiéramos dado ni siquiera un beso antes de encamarnos. Y enseguida, que no podría habérseme ocurrido mejor acto psicomágico para superar mi distancia con el ajo, que sentir su aliento en mi cara hilvanando modismos en chino, los que se escapaban de su boca como insectos voladores a los que yo trataba de capturar con preguntas innecesarias (¿qué cosa?, ¿qué dijiste?), sin recibir respuesta, o bien, haciéndome callar con su boca.
***
Una vez que el tiempo y espacio volvieron a su ritmo habitual, Liu Yang desapareció en el baño. Miré la ropa esparcida en la alfombra y su gorro feo pendiendo de un colgador. Inhalé profundo tratando de grabar en mi memoria su aroma, impregnado en las sábanas y en mí. Tomar un libro del velador, examinar sus pictogramas, oír el agua de la ducha, pensar en la nieve, los cuervos en el paradero, todo lo hice mecánicamente, sin procesar la información. De ese estado me sacó la propia Liu Yang, quien reapareció con una toalla en el pelo, y envuelta en una bata y el vapor que se escapaba junto a ella del baño. Sin mirarme dijo que tenía que cocinar.
Me vestí rápido y al seguirla al otro cuarto sentí los músculos adoloridos, como si un camión me hubiera pasado encima. Me tiré en el sillón y desde ahí la contemplé de espaldas pelando una zanahoria. Tras ella, el ventanal revelaba cómo el cielo volvía a cubrirse, señal de otra nevazón inminente.
—¿Qué vas a cocinar? —pregunté al aire, disimulando el aturdimiento que sentía, y en tono íntimo, como si viviéramos juntos. Preparo unas verduras, contestó y giró la cabeza sonriendo, tal vez esa súbita familiaridad le causó gracia, yo qué sé. Afuera, un auto con la música a todo volumen pasaba sus ruedas por los adoquines. El conductor, seguramente con el vidrio abajo, indiferente al clima, escuchaba “Cornerstone”, de Arctic Monkeys.
—A mí también me gustaría llamarte con otro nombre —reflexioné en voz alta, haciendo referencia a la letra de la canción.
—Ah, ¿sí? —respondió ella, y al decirlo echó las verduras en la sartén, generándose un sonido agudo y un hongo atómico de vapor a la vez—. ¿Y con qué nombre?
Me paré del sillón con dificultad, y al tiempo que la abrazaba por la espalda, maticé la explicación practicando algunas maniobras que dificultaban su labor con los vegetales.
—Hazme lo que quieras —cortó mis palabras con un susurro—. Pero déjame la toalla puesta —a lo que accedí sin problemas, reanudando con mayor afán mis asuntos, que en verdad eran nuestros asuntos, los que complementamos mirando, cabeza junto a cabeza, la persistente capa de aguanieve que volvía a caer sobre Devonshire Green, y sus dedos, liberados de pimentones y cebollines, dejaban marcas en el ventanal empañado mientras lo hacíamos otra vez.
Capítulo 6
—Me quedo aquí y te espero hasta que vuelvas —fue lo primero que le dije a Liu Yang al despertar, practicando mi mejor sonrisa.
—Estás bromeando —respondió Liu Yang con la vista nublada—. No creo, además tengo que trabajar… No, lo siento.
Cinco minutos después bajábamos las escaleras de su edificio. Quise darle un beso de despedida, pero ella se apartó y esbozó un adiós con la mano. La vi alejarse en dirección al sol de invierno que asomaba tímido por West Street. Comencé el trayecto hacia mi departamento a contrapié del gentío que se dirigía a sus trabajos. Arriba, otra ronda de nubes cargadas de un material negro se perfilaba, amenazante; abajo, los edificios de Glossop Road, en hilera, despedían vapor de agua desde sus entrañas como ballenas varadas a ambos lados de la calle.
Dormí toda la mañana y desperté poco después de mediodía destrozado, como si los tanques de Tian An Men me hubieran pasado por encima toda la noche. Me dolían los huesos, los músculos, todo. Al principio no relacioné esa molestia con Liu Yang, esta sospecha surgió luego del segundo o tercer encame. Acaso era una especie de vampiresa o viuda negra moderna, provista de una vulva que aspiraba la energía de sus amantes, recuerdo haber pensado, aunque claro, sin resentimiento alguno, muy por el contrario, queriendo ser succionado todas las veces posibles.
Sin embargo, después de ese primer encuentro Liu Yang me tuvo en ascuas toda una semana. Yo buscaba su mirada cómplice en la universidad y ella no me daba pelota. Terminada la última clase de esa semana, y luego de intercambiar formalidades, le pregunté, inquieto, que cuándo nos veríamos de nuevo. Siguió ordenando su bolso y comentó un par de cosas con Steffi. Luego levantó la vista y en verdad parecía como si se hubiera olvidado que yo estaba a su lado.
—Ahora —me sorprendió, con lo que me apresuré en cancelar un partido de fútbol, y dejar la redacción de un ensayo para otra oportunidad.
Nuevamente sin preámbulos, apenas Liu Yang cerró la puerta de su departamento nos enfocamos en abarcar todas las superficies, contornos, límites y junturas de su cuerpo y el mío. Afuera, todos los tipos de precipitaciones se sucedieron e intercalaron: no les prestamos atención. Follamos la tarde entera y casi toda la noche, pausando breves, mínimos instantes para ir al baño o tomar agua. Cuando finalmente Liu Yang se durmió, exhausta, me vestí en silencio y bajé a tomar un taxi, seguro, ahora sí, de que teníamos algo, de que había iniciado una relación con mi adorada Liu Yang.
Dado que la Universidad se detenía tres semanas aprovechando Navidad y Año Nuevo, me alisté para unas celebraciones arropadas, calentitas junto a mi nuevo amor. Pensé en regalos, en dónde pasaríamos las fiestas, si en su departamento o en el mío —lo justo era repartirse las locaciones—, en la cena que le prepararía. Sin embargo, alrededor del 15 de diciembre, recibí el siguiente email.
Hola Francisco: espero que estés muy bien. Disculpa por lo apurado de este mensaje, pero no tuve tiempo de avisarte que ¡mañana me voy a Beijing! Sí, estoy tan emocionada de ir, aunque sea por un mes y medio, a estar en mi país y con mi familia. A la vuelta seguro nos vemos.
¡Disfruta las celebraciones!
LY
***
El día posterior a su partida, el cielo se abrió y nevó 36 horas continuas. Y así como Santiago colapsa con media hora de lluvia, Sheffield se paralizó. Los colegios alargaron sus vacaciones de invierno, y hubo un par de días en que la ciudad lucía como un verdadero pueblo fantasma, con microbuses y autos varados en medio de la calle, gente dirigiéndose a sus casas como zombies con gorro y abrigo, subiendo con dificultad las cuestas de Sheffield, o bien bajando en las mañanas en que el sol osó aparecer, enceguecidos por la molesta resolana que provoca la nieve.
Liu Yang desapareció y el frío, la oscuridad y la soledad se enseñorearon en mi departamento. Por skype, la parentela y los amigos en Chile preguntaban por mi novia oriental, y peor, bromeaban sobre si me había abandonado tan rápido. Yo esquivaba las dudas cambiando de tema, para después escribir largos y desesperados email, ninguno de los cuales fue contestado por Liu Yang. Ni uno solo. Hasta que volví a verla a fines de enero.
—Hola. Eh… Reapareciste, no supe nada de ti en todo este tiempo —la abordé en un recreo, aparentando relajo.
—¡Francisco! ¿cómo te ha ido? —respondió ella, como si nada. Era la misma, pero había cambiado, no estaba seguro en qué—. ¿Tienes tiempo para pasar a mi departamento después de clases? -volvió a desconcertarme.
Desde ese momento comenzó la que yo denominaría mi semana de romance —y dolores musculares— con Liu Yang. Fuimos a distintos lugares, la invité a comer y le mostré videos de Chile. La llevé a Rare & Racy pensando que la cualidad mítica de esa disquería-librería le encantaría, pero apenas entramos la música extraña que sonaba por los parlantes (Cabaret Voltaire, Do the Mussolini) y el olor a incienso la desesperaron. Una tarde fuimos al museo del parque Weston. Revisamos la historia de Sheffield, sus antiguos moradores, y luego nos sentamos a tomar un café.
—Había un gordo en una de las fotos que era la versión inglesa de Oscar —comenté de pronto, riendo.
—No quiero hablar de ese tipo, es perjudicial —me sorprendió diciendo, se puso de pie y dejó su café a medio terminar. Fui a pagar y la alcancé afuera, junto a un escaño. No volví a mencionar el asunto, pero me quedó dando vueltas. Las nubes y el sol se turnaban, y cuando este último se asomaba los colores de los cuidados jardines del parque brillaban con exageración, como una imagen diseñada para niños. Le dimos comida a las ardillas que bajaban de los árboles y caminamos hacia la laguna. Liu Yang llevaba su sombrero feo, pero estaba más linda que nunca. Había algo impenetrable, una coraza, distancia, recelo (¿una orden?), que la hacía mantenerme a distancia, a pesar de ir abrazados. Ella notaba mis desesperados esfuerzos por establecer contacto. Tal vez por eso, y sin venir a cuento, me dio un abrazo intenso, en el que decía mucho, todo, y al mismo tiempo nada. Luego nos dimos el primer y único beso «en público», uno con olor a frutilla y ajo. Ese momento lo recuerdo como el único en que la sentí mía, si es que aquello aplica.
—¿Te das cuenta que esto podría ser una especie de reencuentro?, ¿una línea que se apartó y que ahora vuelve a unirse con el tronco principal? —le dije, recordando lo de mis antepasados chinos. Un pato se acercó hacia nosotros, y pensé que sus ojos neutros y apagados eran los de Liu Yang. Esbozó una sonrisa que se diluyó tan rápido como apareció. Le tomé la mano buscando su calor y lo encontré. Pero su firmeza no era suficiente y comenzó a soltarse. Es que el mío era un gesto inútil: Liu Yang estaba junto a mí y al mismo tiempo a miles de millas de distancia.
Capítulo 7: Final
Terminado el tercer módulo del master, la escritura de la tesis absorbió la mayor parte de mi tiempo. Los compañeros fuimos asignados a distintos tutores, con quienes nos reuniríamos de modo particular para avanzar en las respectivas tesis.
No más clases grupales. Un ¿cómo estás?” apurado, “ojalá nos veamos pronto” fue todo lo que quedó. Quizás nunca hubo nada más con Steffi, Suhayb, Liz. O con Oscar, que desapareció completamente luego del episodio de Tian An Men. O con Liu Yang, a quien alguna vez divisé desde lejos en la facultad, ella entrando a una sala, yo apareciendo por un pasillo.
Luego de nuestro brevísimo flirteo sus evasivas aumentaron y finalmente tuve que dejar las sensiblerías de lado y ponerme a trabajar en la tesis. Tenía una vaga idea de lo que quería escribir. El experimento de los colegios subvencionados en Chile me parecía un tema interesante, y durante semanas lidié con el tema leyendo, escribiendo, releyendo lo escrito, hablando con conocidos, enviando email a expertos en Chile y el extranjero.
A fines de abril fui a buscar unos libros de educación que necesitaba a la biblioteca central de la Universidad. La temperatura había subido, los días se alargaban y un sencillo polerón era suficiente como abrigo día y noche, no existía en Sheffield esa brutal oscilación térmica santiaguina.
Bajé por Western Bank, pasé frente a Firth Court, la imponente sede administrativa de la Universidad y su impronta gótica con ladrillos rojos, arriba de la cual el cielo azul limpísimo era cruzado por nubes apuradas. Llegué a la biblioteca, el edificio verde cobre al que se entraba sólo con tarjeta magnética. Dudé en ir por un café y decidí dejarlo para después. Me sentía raro, como hipersensible a los rayos del sol. Seguramente por haber estado tantos días encerrado en la cueva húmeda y maloliente en que se había transformado mi pieza, alimentándome de pizza recalentada y café. Subí al tercer piso, tomé los libros necesarios y busqué un puesto donde sentarme, leer y tomar notas. No había. Fui al cuarto piso, al tercero de nuevo, y al segundo. Nada. Hice el recorrido dos veces. Fallé otra vez. La biblioteca estaba a tope. Me apoyé en una máquina de bebidas observando los rostros que subían y bajaban la escalera, gente de países que no podría identificar en un mapa tratando de cerrar, como yo, una tesis de magíster. Necesitaba un poco de aire fresco y la perspectiva de volver a mi departamento me deprimía. No sé cuántos minutos pasaron hasta que bajé al primer piso e hice fila en una de las máquinas de préstamos de libros autoservicio sin saber qué hacer. Miré hacia el café y al otro lado del piso. De pronto, vi a Liu Yang, con el pelo desordenado, atareada un par de máquinas hacia mi derecha.
—Encerrada escribiendo todo el día, ¿cierto? —fueron mis primeras palabras luego de semanas sin verla.
—Así es. Desperdiciando este sol que por fin decidió asomarse —dijo, hablamos de su tema de tesis, algo sobre educación en una zona rural de China —la cual olvidé apenas la nombró— y después un poco sobre el mío.
—¿Qué tal un café un día de estos? —pregunté cuando la conversación se enfriaba.
—¿Y por qué no vamos ahora mismo? —respondió sonriendo con sus ojos. Sugerí la cafetería de la biblioteca—. No pues, aprovechemos el sol.
Las nubes seguían cruzando rápido arriba nuestro, y el azul del cielo casi podía tocarse. Compramos cafés para llevar y nos sentamos en unos bancos de Devonshire Green, al otro extremo del piso de Liu Yang. La gente parecía haber finalizado su hibernación y el ruido de las ruedas y el chocar de las tablas en el cemento del skatepark señalaban la llegada de la primavera.
—Mi padre era del campo, le gustaba salir y decía que cómo era posible que la gente se hubiera acostumbrado a vivir dentro de cajas —dijo, pensativa—. No hay suficiente aire para todos, no hay suficiente aire para todos, repetía y levantaba la vista hacia el techo, las paredes y la ventana —cerró Liu Yang y me miró con sus ojos negros y esa profundidad que había olvidado.
Lo estábamos pasando bien, y hubo momentos en que nos reímos de buena gana, haciendo que un cosquilleo me recorriera entero. En cierto punto, y sin saber qué más añadir para mantener el entusiasmo, recordé a Oscar y hablé de la extrañeza que me causaba su desaparición. Los ojos de Liu Yang perdieron un poco de brillo. En ese momento debí callarme. No lo hice.
—¿Sabes qué pensé una vez? Que Oscar era un funcionario del régimen de tu país, y que estaba aquí para vigilar que los estudiantes chinos no se expusieran a la influencia occidental, pero, sobre todo, para que no hablaran de más, como esa vez que te enfrentaste con él en clase, ¿te acuerdas? —dije sin detenerme, disfrutando de mis propias palabras—. Pero no sé, es un poco absurdo también, imposible que ese gordinflón pusilánime mate a una mosca -y me golpeé los muslos de la risa.
Liu Yang observó mi risa en silencio, sacó lentamente un cigarro y unos lentes de sol de su mochila. Algo se había quebrado, su rictus ya no era el mismo. Un silencio incómodo se produjo, sólo interrumpido por las ruedas y el chocar de las tablas en el cemento.
—Tuve algunas cosas importantes de las cuales ocuparme todo este tiempo, cosas que tú nunca imaginarías —respondió evasiva, con un tono frío en la voz. Yo iba a interrumpirla y ella pareció notarlo—. Mejor dejémoslo hasta ahí, si te cuento más te puedo perjudicar —y me pareció recordar que ya había usado esa palabra antes.
Una chica, probablemente vecina suya, apareció en ese momento y se pusieron a hablar de la calefacción del edificio. Miré hacia su departamento y me dieron unas ganas locas de volver allí. Pensé en cómo hacerlo, cómo decírselo, pero le di muchas vueltas al asunto, demasiadas.
—Liu Yang, podríamos ir… a tu departamento —conseguí decir con cero convicción y mirando al suelo. Dos urracas pasaron graznando arriba nuestro.
—No creo —respondió luego de unos segundos con voz tierna, como se le habla a un hijo o a una mascota—. Giró hacia mí y por un momento pensé que iba a tomarme una mano—. Pero, a ver, de verdad, Francisco, ¿qué esperabas, de todo esto?
Su pregunta me descolocó. ¿No era obvio lo que esperaba, lo que cualquier tipo en mis zapatos hubiera esperado?
—Es que yo pensé que si estábamos juntos todo iba a calzar, todo sería perfecto… O sea, no perfecto, pero al menos, no sé…
Me fui callando solo. La gente pasaba alrededor en todas direcciones. No quise mirar a nadie. Había un viento como el que se levanta en septiembre en Santiago.
Quizás por eso miré hacia el cielo buscando algún volantín.
***
Regresé hace casi tres años a Santiago. Ahora trabajo en proyectos de diseño instruccional, currículum y evaluación formativa. Nunca volví a saber de Liu Yang. Hasta hoy. A primera hora le envié un email saludándola por su cumpleaños. Trabajé a full hasta las 11am, y salí a hacer unos trámites pendientes al centro. Bajé al andén del metro al ritmo de una pegajosa y desconocida canción que sonaba por los parlantes. (Shazam me ayudó: Centella, Pánico). Cuando el tren se acercaba sentí vibrar el teléfono, y vi en Gmail esos inconfundibles caracteres orientales. Liu Yang me saludaba, decía algunas palabras de cortesía y adjuntaba una foto con su hijo de dos años.